̶ Aníbal, el general Cartaginés, reunió un ejército formado por 30.000 hombres, 37 elefantes y 15.000 caballos. Así cruzó los Alpes. ̶ ¿Elefantes? Ni siquiera me enteré de que no había levantado la mano para preguntar; esa fue una de las primeras veces en las que me di cuenta de que pienso en voz alta. ̶ Sí, Victoria, elefantes de guerra… Y prosiguió con la narración de aquella proeza. Casi todos lo mirábamos como si fuera la única persona que existiese en el mundo. Digo casi todos porque, como siempre, Roberto y Agustín no dejaban de tirarse bolitas de papel con una cerbatana. ̶ A pesar de que muchos hombres murieron a lo largo del trayecto desde Hispania hasta Italia, Aníbal fue reclutando más soldados mientras avanzaba. Muchas tribus eran enemigas de Roma y unirse a las tropas del general cartaginés les parecían una buena oportunidad para hacer daño al imperio. Esa tarde aprendimos que, finalmente, Aníbal asaltó varias ciudades de la península itálica, y que Roma reaccionó con una estrategia con la que dio fin al ejército cartaginés. Como nos dijo que se había quedado tuerto durante su viaje a Italia, yo me lo imaginaba con un parche como si fuera un pirata… Como siempre, para hacer la clase más interesante nos estuvo contando algunas curiosidades históricas. Fue así cómo nos explicó que Aníbal, después de haber probado suerte en la política y de haberle surgido varios enemigos, terminó ayudando al rey de Bitinia en su lucha contra el imperio romano. Pero, ¿por qué se convirtió esta parte en la más interesante para nosotros? A todos nos fascinó conocer el uso de animales vivos en sus tácticas bélicas. ̶ Al mando de un barco, Aníbal ordenó lanzar ánforas llenas de alacranes y serpientes venenosas contra los barcos del rey de Pérgamo. Las vasijas se rompieron al caer en la cubierta y, mientras el descontrol se apoderaba del ejército romano, los arqueros, al mando de Aníbal, dieron fin con ellos. Tantos detalles nos daba al explicar esas proezas, y tanta era mi imaginación, que parecía que delante de mis ojos volaban las ánforas de un barco al otro, escuchaba el chasquido del barro al estrellarse e, incluso recuerdo que oía el silbido de las flechas que lanzaban los aventajados hombres de Aníbal. Cuando te lo cuentan así, ¿cómo no va a gustarte la historia? Me agradaba acercarme a su mesa para enseñarle los ejercicios porque ponía su largo dedo sobre los errores y me explicaba qué tenía mal. La última falange de cada uno de sus dedos estaba torcida hacia arriba. Yo pensaba que eso era de escribir mucho… Algunas veces al entrar en clase, nos miraba raro y decía que alguien había comido quicos. Y a mí aquello me hacía muchísima gracia. Parecía el mismo Superman intentando detectar quien tenía escondida la kriptonita… O, mejor dicho, en este caso, los quicos. Guiado por su agudo olfato paseaba por la clase, siempre daba con el comedor de maíz tostado. Miraba al “culpable” y movía la cabeza en señal de desaprobación. Luego, se sentaba en su silla y nos volvía a dejar con los ojos como platos. Cuando nos presentó a Velázquez fue memorable. ̶ Abrid el libro por dónde nos quedamos. Ahora, mirad el cuadro grande que aparece. Son Las Meninas. ̶ ¿Las “Meniqué”? ̶ dijo Roberto quien, por primera vez, parecía prestar atención al maestro. Aprovechando la expectación que causó la palabra en esa oveja que solía estar descarriada, le pidió que describiera lo que veía en la imagen. Y el niño lo hizo. A su manera, pero enumeró uno por uno a todos los personajes. ̶ Hay niñas, un pintor, una enana, dos hombres, una monja y un niño que está pisando un perro más grande que él. ̶ ¿Dónde crees que están? ̶ continuó diciendo don Francisco quien seguía agitando el anzuelo para que Roberto no se le escapase. ̶ Claramente, están en un salón muy grande ̶ masculló el chico haciéndose el interesante. Se le notaba que le gustaba ser el centro de atención. Y en ese momento lo era. Prosiguió. ̶ Además, es un sitio elegante y con muchos cuadros. Solo pueden ir ahí los ricos. El profesor sonrió y asintió con la cabeza. Luego, nos dijo el nombre de cada uno de los personajes. ¡Los conocía a todos! Después nos leyó algo que sacó de otro libro pequeño. Y en pocas palabras nos explicó cómo Velázquez consiguió pintar la atmósfera del cuadro. En esa ocasión, tampoco pude contenerme y pregunté: ̶ Pero, ¿cómo va a pintar el aire? Eso no puede ser, Don Francisco. El aire no se pinta. Merceditas, que se sentaba justo a mi lado en ese trimestre, se precipitó y dijo que sí, que el aire se veía. Recuerdo que me quedé sin saber qué decir y seguro que con cara de tonta. El maestro volvió a sonreír debajo de su nariz aguileña. ̶ Las dos tenéis un poco de razón. Victoria, en el libro no se aprecia bien. Mercedes, es difícil verlo en una imagen tan pequeña, aunque no es imposible. Y volvió a sonreír. ¿Pero cómo no nos iba a gustar el arte con una clase así? ¡Hasta el mismo Roberto le cogió el gusto a atender en clase y a intervenir! Lo de hacer los deberes era harina de otro costal… pero incluso él quedaba atrapado en esa forma de transmitir conocimiento. Ese curso fuimos de excursión al Museo del Prado. Me pegué como una lapa al maestro desde que pusimos un pie en aquel edificio tan grandioso. ̶ No quiero perderme nada ̶ dije para mis adentros. Al pasar al lado de una escultura de mármol se detuvo. Era una mujer recostada… ̶ ¿Habéis visto al hermafrodita? Rodeamos la estatua hasta descubrir su secreto. ¿Quién podría saber más que él? Al rato, estábamos frente al cuadro de Las Meninas. No sé los demás, pero os puedo asegurar que, por fin, vi el aire. AutoraVictoria Arenas
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